Me gusta la soledad. Creo que hay determinados momentos de la vida en los que es necesaria. Tanto como la compañía. La soledad está injustificablemente mal vista. La miran de reojo, con desconfianza, con miedo. Se huye de ella como si el hecho de que nos visite sea algo definitivo. Tememos que se nos acerque: convertirla en nuestra compañera sería motivo para que nos tachen de socialmente inadaptados. Siempre le ven el cariz negativo, y la asocian a otras dos palabras denostadas: tristeza y melancolía.
Pese a todo, para mí la soledad no está tan mal. No hablo de la soledad como aislamiento, como incapacidad para tener y mantener relaciones personales. La soledad más absoluta no voy a defenderla. Ese tipo de soledad yo también la quiero lejos.
Defiendo la soledad como elección personal. Como época de la vida en la que reclamamos un espacio para nosotros. Un tiempo de reflexión. Un paréntesis. Para hacer. O para no hacer. Solo un espacio para estar solos. Revisarnos por dentro, porque siempre hay tiempo para todo menos para pensar en lo que se nos mueve por dentro.
Soledad que rogamos durante un tiempo en el que nos apetece decir no a cualquier invitación a tomar café, una cerveza, un paseo, un viaje. Hablo del derecho que tenemos a decir que no nos apetece hacer algo sin necesidad de justificarnos por ello. Sin que nos lo reprochen. Del respeto que merecemos por “necesitar” que nos dejen en paz. Eso no quiere decir que los demás no nos importen. A los demás podemos quererlos con locura. Pero cuando uno necesita estar solo, es solo. Sin excepciones.
Poder elegir la soledad como única compañera es una opción tan válida como cualquier otra. Cuando estar solo es una elección propia (como debería serlo todo lo que hay en nuestras vidas…) podemos llegar a disfrutarla tanto, que el resto de mortales serán incapaces de entendernos. De comprender que se puede ser feliz pasando el día con un buen libro. O tirado en la cama, vagueando, levantándonos únicamente cuando fisiológicamente no aguantemos más. Escuchando música todo el día, sintiendo las letras, marcando el ritmo en una bolsa de palomitas que hemos acabado mientras disfrutábamos por enésima vez de aquella película que de adolescentes nos hacía llorar y ya nunca consigue hacernos sentir lo mismo... Son esos días, los que a muchos sacan de quicio, los que yo echo de menos. Días solitarios. Puede ser. Sin embargo yo creo que cada uno de nosotros somos tantas personas, que ni estando solos, lo estamos.